19. La respuesta





Sofía recibió el SMS del padre de Nina mientras desayunaban, pero no se lo enseñó a ella.

«Esperaba esta respuesta —pensó—, ¡un perfecto chantaje emocional! ¿Por qué los padres no entienden a sus hijos y tienen que ser extraños los que los entiendan? Nina está profundamente herida y ese mismo dolor es lo que le impulsa a crear. Hasta que no desahogue todo ese dolor y lo transforme en canciones, es inútil intentar que vuelva a ser una persona normal, capaz de razonar lo que debe o no debe hacer. Nina necesita tiempo y libertad, y ¡lo último que necesita ahora es un chantaje emocional!»

Apagó el móvil y comentó con ellos:

—Otra amiga que me invita a tomar el té con ella. Todos piensan que porque soy viuda tengo que estar deprimida. Bueno jóvenes, si habéis recogido todas vuestras cosas, ya podemos marchar. Silvia, tú y los gemelos os quedaréis aquí, porque no cabemos todos en el coche, pero Quico vendrá con nosotros. ¡porque quiere ver los animales que tanto le gustan! ¿Verdad, Quico?

—¡Sí, mami!

Cargaron las mochilas y las guitarras en el coche y se dirigieron hacia el interior por una angosta carretera bordeada por jóvenes naranjos que daban sus primeros jugosos frutos, todavía verdes y de pequeño tamaño. La carretera ascendía por una ladera hasta remontar la cumbre que daba acceso a un extenso valle, también con grandes plantaciones de naranjos protegidos del salitre de la brisa marina. Cruzaron el valle y de nuevo remontaron una colina más elevada que la anterior, que daba acceso a un meseta desigual, y desde allí se podían ver un gran número de caseríos, rodeados de naranjos.

—Ya estamos llegando —dijo Sofía—. Aquí no os molestará nadie y tú, Nina, podrás componer todas esas bonitas canciones que nos has prometido.

Salieron de la carretera asfaltada y entraron en un camino donde apenas podía circular un solo vehículo. Unos metros más adelante salieron al camino dos grandes y esbeltos perros lebreles, que rodearon el vehículo, ladrando escandalosamente. Pero cuando reconocieron el automóvil, dejaron de ladrar por algunos momentos para acercarse a la ventanilla, desde donde Sofía trataba de calmarlos.

—¡No arméis tanto escándalo que somos nosotros! Con estos dos magníficos lebreles estáis bien protegidos. ¡Nadie entra aquí sin su permiso!

Los perros volvieron a sus ruidosos ladridos mientras seguían al automóvil hasta la explanada que se abría frente al caserío. Algunas aves de corral picoteaban y escarbaban insistentemente en el suelo. Dos gatos dormitaban tumbados perezosamente sobre una gran mesa. Junto a la puerta esperaban la llegada de Sofía y de sus acompañantes, el matrimonio encargado del cuidado de la finca.

—No os lo había dicho —les comentó Sofia—, son rumanos, pero ella habla muy bien nuestra lengua. Ella os preparará las comidas, pero no temáis, la cocina rumana es tan sabrosa como la española.

—Hola, Oana, —saludó Sofía a la mujer, que se secaba las manos en su delantal—, os traigo los invitados de que os hablé por teléfono. ¿Cómo está todo por aquí?

—¡Tranquilo, como siempre, señora. Nos alegra verla y a sus invitados! ¡Ah, y también ha venido el pequeño Quico!

—Quiere ver los animales.

—¡Sí, quiero ver los conejitos! —dijo el niño, descendiendo del automóvil—. ¿Dónde están lo conejitos?

La mujer cambió una significativa mirada con Sofía, y le comentó en voz baja:

—No hay conejitos. Han ido todos a la cazuela, pero no podemos decirle eso a Quico.

—Cielo, los conejillos se han hecho mayores y se han ido al campo, con otros amigos suyos —dijo la madre al pequeño—. Por eso ya no hay conejillos.

El pequeño parecía apenado, pero al ver los dos gatos sobre la gran mesa, se olvidó de los conejos y se interesó por los gatos.

Nina y Nano descendieron del coche y contemplaron asombrados los campos de naranjos que rodeaban el caserío en todas las direcciones. En el lado norte, la plantación ascendía una suave ladera, con árboles jóvenes perfectamente alineados, porque había sido roturada y plantada recientemente.

—¡Sabes, Nano, yo siempre he deseado vivir en el campo, rodeada de naturaleza y no de asfalto, como nos rodea en las ciudades. Este matrimonio de rumanos son muy afortunados de poder vivir en un sitio así.

Sofía se acercó a ella y le preguntó, aunque por su expresión ya sabía la respuesta.

—Bueno, Nina, ¿qué te parece el sitio? ¿Te podrás inspirar aquí?

—¡Es como un sueño! —respondió ella sin ocultar su asombro.

La mujer rumana sirvió unos refrescos sobre la mesa donde los dos gatos no parecía abandonar su descanso y apenas cambiaron de sitio sobre la mesa, para dejar espacio a los invitados, que se reunieron a su alrededor.

—¡Oana, estos jóvenes son Nina y Nano, dos buenos músicos y quiero que pasen unos días en la casa.

—¡Estaré encantada de que estén con nosotros, nos harán compañía—y dirigiéndose a ellos, le dijo:

—Bienvenidos a esta casa, pedidme lo que necesitéis. ¿Os gusta la cocina rumana? Si no os gusta, preparé comida al estilo español, que ya he aprendido a cocinar muchos platos de aquí. Si necesitáis algo de la ciudad, mi marido baja los días de mercado, él puede traerlas.

—Ocuparéis habitaciones separadas —dijo Sofía, dirigiéndose a ellos y poniendo énfasis en esta decisión—. Sé que Nano es un joven juicioso y tú, Nina, también, pero es mejor evitar las tentaciones, porque la carne es débil. Espero que comprendáis lo que me sucedería si Nina se quedara embarazada estando huida y en mi casa. Sé que os comportaréis como dos personas responsables, y no tendremos nada que lamentar. ¿De acuerdo?

Nina y Nano asintieron con un enérgico gesto de cabeza.

—Bien, ahora tengo que regresar y preparar algo de comer para este batallón de hambrientos que son mis hijos. Vamos, Quico, sube al coche, que tus hermanos nos estarán echando de menos.

Madre e hijo subieron al coche y regresaron a la ciudad. Los dos perros lebreles les siguieron durante unos metros, pero regresaron cuando rebasó los límites de su territorio.

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